miércoles, 25 de enero de 2023

LUCHAS ESPIRITUALES. Noche oscura, Julio de 1962. Parte I


               El camino del Señor, por el que Él nos conduce, no se interrumpe jamás; somos nosotros los que nos desviamos de él. Yo también me desvié. Las muchas preocupaciones, el trabajo agotador, unidos al estado de viudez, acabaron con mi recogimiento espiritual y poco a poco me iban apartando de Dios. El continuo trabajo por sobrevivir ocupaba mi alma. Al cabo de larga lucha, mi vida espiritual se había opacado tanto que hasta la firmeza de mi Fe se encontraba amenazada. Esta continua lucha por la existencia hacía que me preguntara a mí misma: “Ves, siempre te he dicho, ¿para qué tener una familia numerosa?” Mientras yo daba vueltas a estas cosas, todo lo que antes había sido sagrado para mí y daba sentido a mi vida, me parecía necedad, vacío. 



               Me despedían de un lugar de trabajo y tenía que ir a buscar otro en otra parte. Entonces la miseria se hacía todavía mayor y más fuerte la tentación. El enemigo malo me molestaba continuamente... Satanás -“¿Por qué te estás engañando a ti misma? Tú sabes bien que ya hubieras abandonado hace tiempo la lucha, sólo que no sabes qué decir a tus hijos. No sabes cómo decirles todo aquello en que ni tú misma crees ya… Quítate ya, por fin, la máscara y verás cómo te alivias. Ya descubrirán tus hijos lo que ahora tratas de ocultarles...” 

               Entonces me detuve en seco, y por un momento se presentó ante mí el Rostro de Dios que ya lo tenía muy borroso. Así se inició una gran lucha en mí. Imploraba a Dios. Algo indescriptible; no encuentro palabras para expresar la lucha espiritual que comenzó en mí. La lucha era larga, espantosa; se me crispaban los nervios. Iba todavía a la Santa Misa, pero ¡era para mí tan vacía! Y me cansaba. Entonces trabajaba en dos turnos al día en la fábrica y aún los domingos me tocaba trabajar. 

               Mis niños iban a la Misa Dominical por la mañana, mientras que yo iba por la noche. Era mejor, porque así no veían mi falta de recogimiento. Al tiempo de la Santa Misa, en lugar de hacer oración, bostezaba aburrida. Un día decidí no ir más, —no voy más para bostezar— pensaba. Poco a poco me parecía como que hasta mi conciencia se hubiera resignado a ello. 

               Un Domingo me puse a lavar la ropa de la semana. De mañana envié a mis hijos a la Santa Misa, mientras que yo lavaba todo el día. Llegó la tarde y mis hijos me advirtieron: “Mamá, ¡ya son las cinco y media!” Me sentía molesta por ello y seguía con mi trabajo. Hasta que uno de mis hijos, minutos antes de las seis, me dijo: “Por favor, ¡apresúrate!”. Eso me sacudió, y me fui.

               Me fui pero en ese estado no sabía cómo dirigirme a Dios. Me pasaba divagando con mi pensamiento: ¡Qué tonta soy! ¿Por qué guardo todavía el ayuno del Carmelo? ¡Es una pura manía! ...¡deja ya todo eso!... Decidí no privarme más de comer carne siendo mi alimentación de tan mala calidad. Este ayuno lo he guardado siempre, sin ninguna dificultad, pero sólo por rutina. 

               Cuando regresé a casa, yo misma ignoro cómo cayó en mis manos el pequeño Salterio de la Santísima Virgen. Lo abrí y me puse a orar. Esta oración que anteriormente brotaba siempre de mi corazón hacia Dios, ahora me parecía un murmullo vacío... Tomé en mis manos mi antiguo libro de meditación, pero en vano me esforzaba: un silencio oscuro, frío y mudo me rodeaba por todas partes. Rompí a llorar, “Dios ya no quiere saber más de mí.” 

               Una semana en el turno que comenzaba en la madrugada, y en la otra, en el de la tarde que terminaba muy de noche. Experimenté una gran angustia interior y me sobrevenían tales pensamientos que descubrirlos, serían blasfemar contra Dios. En medio de este gran combate el enemigo maligno me hizo oír en mi alma palabras horribles: Satanás: - "Por eso he permitido esto, para que te convenzas que es inútil luchar más”. 

               La terrible lucha duró unos tres años hasta que un día mi hija C. me dijo. “Mami, date prisa, hoy a las dos de la tarde será el entierro del Doctor B.” Ya era la una de la tarde. Eso me golpeó en el corazón y, sin pensarlo más, me vestí para no atrasarme. Cuando entré en sala de velaciones, prorrumpí en llanto. Pensaba: “Él está ya bien. Él ha sido un verdadero Carmelita, de vida santa y ejemplar... ¿Pero yo?... ¿Llegaré yo allá?... “No llores” —era su voz amable y mansa como tan solo las Almas Bienaventuradas pueden hablar—. “¡Regresa al Carmelo!” 

               El día siguiente era Domingo, 16 de Julio, Fiesta de la Reina del Carmelo, Patrona de nuestra Iglesia. Llegué temprano de mañana y me quedé hasta entrada la noche. Con mucha dificultad me levanté para ir a confesarme. Una sequedad terrible consumía mi alma. No sentía ningún dolor de corazón. La penitencia la recé tan solo mecánicamente mientras pensaba: toda esta gente está alabando a la Madre Santísima; pero no me pasó por la mente el que yo también la estuviera alabando. Sólo seguía pensando en el hermano B, porque eso proporcionaba un poco de alivio en mi alma. Fue él, quien me dio el impulso para ir hacia la Santísima Virgen: “¡Anda y póstrate delante de Ella!” Así lo hice pero… no encontré la paz. 

               Ya era muy de noche cuando llegué a casa. Ahí me sorprendió una sensación tan rara como si hubiera dejado mi alma golpeada y gastada en el Carmelo. A pesar de que aquel día no había tomado un solo bocado, con mucha dificultad me puse a aplacar mi hambre. El maligno se puso de nuevo junto de mí: Satanás -¡Tonta! ¿Para qué te sirve todo esto?" Descansa bien y no des importancia a estas cosas.



               Con un peso en el corazón, salí al jardín donde en el silencio de la noche, mis lágrimas comenzaron a brotar abundantemente. Bajo la luz de las estrellas, delante de la imagen de la Santísima Virgen de Lourdes que había en nuestro jardín, empecé a orar con profundo fervor. 

              A la mañana siguiente fui de prisa a la pequeña capilla que frecuentaba en otros tiempos, cuando era yo aún una joven mamá, y donde me había encontrado tantas veces en la mesa del Señor con el hermano B. Hoy también era la simpatía que sentía hacia él la que me llevaba allá. En el camino me encontré con algunas antiguas conocidas quienes se acordaban de mí como una joven mamá ejemplar. Esto me confundía porque creía que el maligno ahora quería tentarme de vanidad. Imploraba de corazón: “¡Madre mía del Cielo, nunca más quiero serte infiel! ¡No me abandones! ¡Tenme firmemente! ¡Tengo miedo de mí misma! Están tan inseguros mis pasos.” Durante la Santa Misa, rogué sin cesar al Señor Jesús: Señor, perdona mis pecados. No me atrevía a acercarme a la mesa del Señor, aunque la persona que estaba a mi lado más de una vez me cogió por el brazo: “¡Vamos ya!”

               En estos días recibí aquellas gracias extraordinarias que el Señor concede únicamente a aquellos que son débiles y convalecientes. 

               Una hermana que estaba arrodillada junto a mí me dijo: “Me arrodillo junto a Vd. para ser yo también una Santa.” Oh, yo sabía que ella veía y sentía al Señor Jesús dentro de mí. Luego andaba continuamente con mis ojos empapados en lágrimas. El amor que sentía hacia el Señor Jesús, empapaba mis ojos con lágrimas de arrepentimiento. 

               No quería ver más el mundo, sólo buscaba el silencio para poder oír continuamente la voz del Señor. Porque a partir de entonces era Él quien me hablaba… ¡Oh, estas conversaciones íntimas son tan sencillas...!



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